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Aunque Jon Fosse estuviera en todas las quinielas del Nobel, no deja de sorprender que, en un mundo que rechaza sin sonrojo lo sagrado, precisamente él haya sido premiado. El escritor noruego, devoto católico (una rareza en un país protestante) cree en sí mismo como en un mero transmisor de pensamientos. Como si fuera un médium, acoge las ideas y, con cuidado, las alimenta y las deja crecer hasta que llega el momento de que se vayan. Influenciado por una espiritualidad universal que aboga por la desaparición del ego, para él, escribir tiene más que ver con esconderse como persona que con ser visible como persona.

«Así tengo otra cosa que hacer», dice Johannes, el protagonista de la novela, en uno de los pasajes más simples y más bellos del libro. Y que su bicicleta tenga una rueda pinchada deja de ser un inconveniente para ser un bálsamo, una novedad en un eterno día que no deja de repetirse una y otra vez. Para Fosse, la escritura, y por extensión la expresión artística, son parte de una totalidad donde forma y fondo se funden en un Uno indivisible. Por eso, su narrativa nos acerca a lo divino con repeticiones constantes, creando un mantra que nos convierte en seres ligeros que, como Johannes, caminan por la vida con menos peso sobre sus espaldas.