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Ressenya

Grafton Tanner

Las horas han perdido su reloj
Las políticas de la nostalgia

«Hoy en día disponemos de infinidad de medios para recordar, casi todo puede capturarse, las infancias se archivan minuto a minuto y hemos delegado la memoria a máquinas que procesan información o la olvidan si así lo requerimos»

Per Anna Aguiló
14.11.2022

En este estudio sobre las políticas de la nostalgia, Grafton Tanner, investiga sobre las definiciones y las representaciones del término desde que se empezó a divulgar en el año 1680 por un joven estudiante de medicina, Johanes Hofer, quien intuyó que podían surgir nuevos males en el cuerpo asociados a los cambios sociales y políticos que se acontecían, nostalgia se convirtió en el término para designar su descubrimiento.
 
Durante las guerras napoleónicas, un brote de nostalgia asoló las tropas francesas, los enfermos vegetaban de pena y morían poco tiempo después. Los médicos de la época estudiaron varias opciones para tratar a los nostálgicos: sangrar a los enfermos con sanguijuelas, crear brebajes con hierbas medicinales y ante casos muy severos amenazar a los pacientes con quemarlos con hierros candentes o enterrarlos vivos. Se impusieron cuarentenas, aislamientos y se prohibía el canto, el silbido o el tarareo de melodías familiares que pudieran desencadenar un brote.
 
El cuadro médico comprendía inflamación cerebral, sudores nocturnos y convulsiones, la nostalgia se convirtió en un objeto clínico y algunas partidas de defunción declaraban la nostalgia como la causa de la muerte.
 
En el siglo XIX, los soldados ingleses destinados en la India sucumbieron a la dolencia, la ampliación del Imperio Británico contribuyó a la expansión de la epidemia, cuanto más lejana era la misión, más alto era el riesgo de muerte. La nostalgia se entendió como un deseo irrefrenable de volver a casa.
 
Con el cambio de siglo, los ejércitos se burocratizaron, los soldados perdieron autonomía, la cadena de mando era mucho más rígida y estable, esta estructura los acompañó de la guerra a la fábrica. Durante la Primera Guerra Mundial y especialmente durante la Segunda Guerra Mundial la nostalgia se desbocó, aunque esta vez se definió como un sentimiento poco varonil y antibelicista que debía ser escarmentado, asolaba silenciosamente no solo a los reclutas sino también a la sociedad civil. A partir del siglo XX no se certificó ninguna muerte más de nostalgia, no porque no fuera letal sino porque no se encontró ningún remedio para tratarla. No fue hasta la Guerra de Vietnam en la que algunos profesionales sanitarios estudiaron la posibilidad de medicalizarla de nuevo, dado que los desórdenes nostálgicos se sucedían sin tregua especialmente en las zonas en las que no se libraban combates.
 
Con estas guerras ya terminadas, se observó que la nostalgia no era unidireccional, no se refería únicamente al anhelo de volver a casa, muchos soldados que regresaban a su hogar echaban de menos los días de guerra e incluso su papel dentro del ejército que podía distar mucho de su estatus social como civil.  Grafton Tanner defiende que la nostalgia es, en parte, una representación emocional abstracta del deseo de seguridad física. Este trastorno se agrava con la vida militar: largas temporadas de espera en constante alerta por un posible ataque de un enemigo al que no ves, pero padeces, vives con el pánico de ser destruido. Tanner señala que este escenario de vida militar se ha traslado a la vida civil, especialmente después del 11-S, la sociedad americana vive esta tensión, un escenario perfecto para el desarrollo de políticas reaccionarias que prometan un retorno a otro tiempo, Make America great again, ¿os suena?
 
Sosteniendo la idea de que esta es una emoción de intenso anhelo de estabilidad y autonomía, el autor destaca que la gente joven podría experimentar la nostalgia de una forma frecuente e incluso especialmente intensa: no tienen control de su situación, las perspectivas de futuro son oscuras y aunque hayan tenido menos experiencias vitales que una persona más adulta, el anhelo por un tiempo o un lugar que no han vivido nunca es especialmente desolador.
 
Cuando se declaró la pandemia de Covid-19 y el día 15 de marzo de 2020 tuvimos que confinarnos, todas las fotografías hechas antes de ese primer día de confinamiento tomaron una nueva dimensión. La nostalgia se generalizó y las redes sociales que nos obligan a historizar nuestro presente de forma constante, borrando el límite entre experiencia y recuerdo, aceleraron los ciclos nostálgicos. Incluso pudimos reparar en la crueldad de la nostalgia, cuando al salir del confinamiento muchos echaron de menos estar en casa y se idealizó la cuarentena, alegando que había “libertad horaria”.
 
Hoy en día disponemos de infinidad de medios para recordar, casi todo puede capturarse, las infancias se archivan minuto a minuto y hemos delegado la memoria a máquinas que procesan información o la olvidan si así lo requerimos. La nostalgia pone a nuestra disposición un área de descanso ante la angustia vital e incluso puede impulsar cambios sociales, pero también puede acomodarnos y entregar al capitalismo nuestro presente. No podemos vivir sin ella, tratarla con ironía y distancia puede dar lugar a una actitud relajada, desapasionada con el panorama social y exasperantemente apolítica. Grafton Tanner desgrana esta tensión en un ensayo en el que defiende este sentimiento como un bálsamo contra la finitud y un posible motor de cambio.
 
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