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El doctor Quirke ha pasado por muchas tormentas a lo largo de su vida. No solo tiene que lidiar con la culpabilidad, la extraña relación con su hija y la lucha diaria con el alcohol. A su mujer la mataron hace unos meses en España, y ni siquiera la bala iba dirigida a ninguno de los dos.
 
Dublín, 1957. Una chica llamada Rosa Jacobs aparece recostada en un automóvil en un pequeño garaje. Todo apunta a que se ha suicidado, el gas aún se huele. El inspector Strafford –otro de los antihéroes del alter ego de John Banville– como buen profesional, no saca conclusiones de forma precipitada. Y menos mal, el mismo Quirke le informará que, tras haber realizado la autopsia, cree firmemente que la muerte fue provocada. Y de paso le recordará sin mencionarlo el trágico episodio de cuando se quedó viudo por la mano accidental del propio inspector.
 
La señorita Jacobs destacaba como activista a favor de los derechos de las mujeres en una sociedad en la que los protestantes y católicos se evitaban. No se le conocía novio y, pese a su origen judío, frecuentaba la mansión de una acaudalada familia de alemanes. Ni siquiera la otra hermana del título, Molly, la conocía suficiente como para aportar pistas a esta pareja algo mal avenida. Hay algo más, tiene que haber algo más. ¿El pasado no cuenta para nada? ¿Lo que esperamos del futuro tampoco?