La cenizas de Maquiavelo

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La cenizas de Maquiavelo

La cenizas de Maquiavelo

Editorial: Comares

Pàgines: 316

Any: 2008

EAN: 9788498363685

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Posiblemente sea una leyenda más de las muchas que giran en torno a Nicolás Maquiavelo, pero no nos resistimos a la tentación de perpetuarla. A sus críticos les confirmaría el lado demoníaco con que lo han retratado a lo largo de los siglos; por contra, sus valedores vemos en ella el sarcasmo brillante de quien antepuso la política a cualquier otra pasión. La leyenda podría titularse «El último sueño de Maquiavelo» y lo presenta en el lecho de muerte y llamando a sus familiares y amigos para contarles un sueño que acaba de tener. Mientras dormía se le ha presentado una turbamulta de gentes asustadas y de aspecto menesteroso; cuando Maquiavelo se informa de quiénes son, le responden que son las almas de beatos y santos y que se dirigen al Paraíso. A continuación se encuentra con otro grupo de personas de aspecto grave que, discutiendo de política, se encaminan hacia el Infierno; entre ellos reconoce a varios filósofos de la Antigüedad. A la pregunta de qué comitiva prefiere seguir, sin pensárselo dos veces, Maquiavelo se decanta por los condenados al fuego eterno. Como decíamos, aunque genuinamente maquiaveliano, se trata de un episodio apócrifo; no era aquél el infierno tan temido que le reservaba la posteridad, sino el del ostracismo y el acallamiento. Maquiavelo murió el 21 de junio de 1527, a la edad de cincuenta y ocho años. Durante un tiempo se especuló con la idea del suicidio sin más argumento que la sospecha de desaliento; tras la reciente expulsión de los Médicis y la restauración de la República en Florencia, en mayo, Maquiavelo esperaba que le devolvieran el cargo de secretario que había desempeñado en el período 1498-1512. La nueva administración republicana ni siquiera tuvo en cuenta su candidatura. Hoy, en virtud de los fármacos que tomaba, se habla de una úlcera gástrica o bien de una apendicitis que pudo derivar en peritonitis aguda. Su estado de ánimo no debía de ser el indicado para sobreponerse a la crisis, desde luego; sin embargo la tesis del suicidio carece de fundamento. Si Maquiavelo acabó en el infierno, como es posible que acabara, no lo encontraremos en el círculo de los suicidas donde, según Dante, las arpías hacen su nido. Se ha discutido asimismo el (nada despreciable) detalle de si pidió confesión antes de morir, si hubo o no hubo retractación ante su muy denostada iglesia. En una carta cuya autenticidad aún no está demostrada, un hijo de Maquiavelo habla de un confesor junto a su padre en el momento último. No cabe duda de que, de ser auténtica, en la carta habría pesado decisivamente el anhelo del hijo por desagraviar la memoria del progenitor; sin embargo, ¿canjeó Maquiavelo un gesto de arrepentimiento a cambio de la salvación del alma? ¿Se decidió al final por seguir la cuerda de menesterosos camino del Paraíso? Ni es el único documento que refiere este pormenor, ni es un asunto baladí; puesto que la obra del secretario ataca frontalmente el papel desempañado por la jerarquía católica en su tiempo, e incluso ciertos fundamentos del cristianismo, la aclaración de este punto permitiría conocer si llevó dichas convicciones hasta las últimas consecuencias. Sin embargo, a estas alturas es difícil que este detalle salga del armario de las cuestiones irresolubles. La muerte de Maquiavelo debió de tener escasa o nula repercusión. Aunque no era un ciudadano anónimo, sus días mejores quedaban lejos. Además, la República de Florencia estaba encarando una grave coyuntura histórica, enfrentada a todos prácticamente sin el sostén de nadie; no había tiempo para pensar ni que perder en homenajes. De maquiavelo muchos recordarían que fue secretario de la administración republicana durante casi tres lustros, luego caído en desgracia. Los más quizás lo identificaran como autor de la pieza teatral La Mandrágora, estrenado con éxito apenas una década antes. Algunos podrían relacionarlo con el tratado militar El arte de la guerra, publicado en 1521. Pero muy pocos, poquísimos, conocerían sus obras mayores, El príncipe y Discursos sobre la primera Década de Tito Livio, que circulaban en copias manuscritas; entre la élite intelectual florentina e italiana sí tuvieron que ser obras muy conocidas y comentadas, según demuestra la temprana reelaboración del Príncipe (considerada un plagio por muchos) firmada por Agostino Nifo da Sessa en 1521 o las Consideraciones sobre los Discursos que Francesco Guicciardini escribió en 1530, un año antes de la primera edición de éstos. Fue precisamente este interés el que impulsó la publicación póstuma de la mayor parte de las obras del florentino.
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