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Como un epílogo o reverberación de los dos famosos volúmenes sobre el Hollywood moderno de Peter Biskind, Sam Wasson en El gran adiós relata los últimos coletazos del Hollywood clásico a través de las mentes que pergeñaron ese gozne -algunos dirían “la” película- que era tanto el epitafio de sus bondades como la promesa de un futuro no mejor, pero sí distinto. El horizonte de “Chinatown” nunca se materializó, aunque la propia película parecía saberlo. Polanski, superviviente de Varsovia reconvertido en “mod” londinense, no creía en Dios ni en el Diablo, y su asociación con el hombre que creía en sí mismo, el legendario Robert Evans, dio lugar a un film “noir” preñado de incorrecciones. Más o menos como el mismo Wasson, cronista cinematográfico del The New York Times y The New Yorker con nombre de detective pero, ilógicamente, residente en la misma ciudad de Los Angeles cuyo agua está en el centro de la disputa.

Wasson traza un relato ameno y profundo del rodaje de La semilla del diablo y Chinatown, pero también de la relación amorosa de Polanski con Sharon Tate, la misma que Tarantino imaginó recientemente como superviviente en su personal disyuntiva sobre ese Hollywood que nunca llegó. El resultado es incisivo, vivo, aunque como en Moteros tranquilos, toros salvajes y  Sexo, mentiras y Hollywood de Biskind, uno se pregunta cómo el autor ha podido ser testigo de los acontecimientos. Chinatown, oculta a plena vista como una discreta bisagra entre momentos, vaso comunicante entre la autoría y el cine popular tan venerada como un poco olvidada, puede considerarse una joya a buen recaudo.