Fronteras de sangre

Ucrania y Crimea

Incluso alguien tan respetado como Winston Churchill sintió una poderosa atracción por el tratado de Lausana de 1923; con el propósito de poner fin al interminable conflicto entre Grecia y Turquía, este acuerdo dispuso el intercambio forzado entre las poblaciones que habitaban los territorios en disputa; desde el final de la Gran Guerra, la “clarificación” étnica aparecía como la única solución posible al complejo galimatías político que resultó de la descomposición de los imperios Otomano y Austro-Húngaro. No sólo los dictadores, también los dirigentes de Occidente se negaron a considerar los costes humanos de estos inmensos movimientos de población en pro de un objetivo superior, la supuesta consolidación política. En realidad, tan ansiada estabilidad nunca llegó: la Segunda Guerra fue la prolongación por otras vías, aún más salvajes, de los conflictos sociales y políticos persistentes. 

Pocas regiones de Europa vivieron un Siglo XX tan tremendamente sangriento como el territorio comprendido entre el mar Báltico y el mar Negro y entre los Cárpatos y el Don; el historiador Timothy Snyder estima en catorce millones la población asesinada entre 1933 y 1945, incluyendo las víctimas de la colectivización forzosa y la aniquilación de los Kulaks decretada por Stalin en los años treinta, el exterminio de la casi totalidad de la población judía por parte de los nazis –cerca del 30% de la población urbana, antes de la guerra-, los dos millones de prisioneros soviéticos a los que los alemanes dejaron morir de hambre entre el 41 y 43, el millón de personas que murió en las ciudades sitiadas y los cientos de miles que cayeron víctimas de represalias por parte de uno u otro bando.

Pero la victoria del Ejército Rojo no trajo ni mucho menos tranquilidad a esta destrozada región; en Yalta los aliados aceptaron como hecho consumado la remodelación de las fronteras que impuso Stalin: el territorio de Polonia se desplazaría de este a oeste, llegando hasta el río Oder, y la república soviética de Ucrania ocuparía el territorio de la antigua Galitzia austríaca. Un plan que en 1946 los soviéticos ya habían ejecutado con crueldad implacable: la población polaca de Ucrania y Bielorusia occidental fue transferida hacia el oeste para ocupar Breslavia y Silesia y la población rusa llegó para habitar las nuevas regiones adquiridas por los soviéticos en Prusia, Bielorusia y Ucrania.

Stalin fue un maestro en ese siniestro juego de poder que consistía en decretar desplazamientos colosales de población; unas instrucciones que, sin reparo alguno, eran ejecutadas con la diligencia más brutal por su policía secreta. Como lo explica Robert Gellately, en cuanto se supo vencedor en la guerra, se afanó en vengarse de todos los pueblos que, según él, habían congeniado con los alemanes o apenas mostrado signos de debilidad: poblaciones enteras de ucranianos, rutenos, tártaros, calmucos, chechenos, ingusetios y, de nuevo, judíos, fueron desalojados por la fuerza de sus granjas y ciudades y enviados en trenes de ganado hasta el desierto de Kazajstán o al extremo norte de Siberia. En pocos meses, en la región del Don, en el Cáucaso y en la península de Crimea, el mapa humano que durante siglos había prevalecido tan sólo con cambios lentos y graduales, fue enteramente redibujado siguiendo los caprichosos designios del dictador del Kremlin.

Pero las movilizaciones forzadas de población no cesaron durante las décadas posteriores; en el período de Brezhnev, miles de campesinos ucranianos se establecieron, obligados, en los suburbios de las ciudades, en cientos de idénticos e impersonales edificios-colmena, a la deriva en un lodazal de alcoholismo, delincuencia juvenil, apatía y deterioro. Fue la lenta derrota de los vencedores. Lo cuenta Yuri Andrujovich con una lucidez sobrecogedora que bien podría ayudarnos a entender la resistencia obcecada de la Plaza Maidan el pasado invierno, la desesperación de la parte de Ucrania que mira a Europa sin mucha esperanza y a Rusia con gran resentimiento.

En las crónicas de Andrujovich, la voz que relata la sordidez y la descomposición del mundo postsoviético y la que rememora la imagen de la Galitzia  austrohúngara, se sobreponen en un contrapunto marcado por la ironía y la amargura; la vieja Galitizia, la riqueza de su diversidad cultural y la vida intensa de Lviv (Lemberg, entonces), un territorio que al fin y al cabo perteneció al mismo imperio que la Lombardía y la Toscana, se reconoce como un referente imposible: una región como una falla tectónica, “oprimida entre dos milenios y todos los desperdicios de nuestras ciudades, nuestra memoria, nuestras expectativas, nuestra soledad”.     

Lecturas imprescindibles para acercarse a lo que hoy ocurre en una región a la que el Siglo XX marcó con violencia y sangre, como a ninguna otra.   
Utilizamos cookies propias y de terceros para mejorar nuestros servicios y mostrarle publicidad relacionada con sus preferencias mediante el análisis de sus hábitos de navegación. Si continúa navegando, consideramos que acepta su uso. Puede cambiar la configuración u obtener más información en nuestra "Política de cookies".