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M. Morey/ M. Foucault

 Empuñar la palabra

05.06.2014
Cuando M. entra en el anfiteatro, rápido, precipitado, como alguien que se arroja al agua, pasa por encima de algunos cuerpos para llegar a su silla,… Ante él, cuerpos expectantes, dispuestos, inquietos. Una voz transgrede el espacio tratando de situarse allí donde esos cuerpos quizás-todavía puedan ser tocados. No hay garantías, pero sí el tesón de situarse una y otra vez allí donde la repetición sea capaz de producir, quizás-esta-vez-sí, la diferencia. Ningún efecto de oratoria. Es límpido y tremendamente eficaz. Sin la menor concesión a la improvisación. La palabra inicia un doble movimiento de construcción y derrumbamiento. Se sitúa allí donde el espacio aparece borrado, donde los cuerpos se creen yuxtapuestos y acumulados y, desde allí, abre una brecha, a veces como interrogación, a veces como extrañamiento. Los cuerpos se descubren en un presente que les atraviesa de un extremo a otro. Un presente compartido que se abre ante nosotros como ese espacio que nos resistimos a habitar y del que no sabemos escapar.

            M. no ha dejado de interrogar en sus escritos, en sus libros, ese espacio de experiencia en que se construye, desde el presente, una interioridad inquieta. Franqueando la distancia entre escritura y lectura, sus textos traman con astucia aquella «continuidad» cortazariana por la cual el lector acaba, puñal en mano, sorprendiéndose a sí mismo en la butaca. Lo mismo sucedía en la universidad cuando, año tras año, M. se daba a sí mismo la tarea de abrir en el espacio del aula puntos de no-retorno. Podía hablar de Nietzsche o de Aristóteles, de la pericia psiquiátrica en el siglo XIX o de la pastoral cristiana: el oyente siempre extraía de esos temas una luz sobre el presente y los acontecimientos de los que era contemporáneo. Pero en una universidad donde el «aquí y ahora» retumba entre sus paredes más como un espectro que como una interpelación, el peso del escenario aplasta. El pensamiento se ve atrapado en la repetición sin diferencia de un theatrum philosophicum que convierte una y otra vez en índice aquello que es grito, en nota a pie de página aquello que es interrogación, en anexo lo que es problema.

            Imponerse la tarea de tensar una y otra vez ese espacio sin la certeza de que de ese gesto obstinado surtiese efecto alguno, solía llevar a M. a decir: Tengo una relación de actor o de acróbata con las personas presentes. Y cuando termino de hablar, una sensación de soledad total... Sin embargo, el gesto funcionaba. Llegaba un día en que, sin saber cómo se había producido ese desdoblamiento, te sorprendías ante un pupitre viéndote convertir en resumen lo que es problema, en esquema lo que es interrogación y en apunte lo que es grito. Y dejando caer el puñal al suelo, experimentabas entonces una sensación de soledad total... Hacer de esa soledad doctrina no es otra cosa que empuñar contra el presente esos cuerpos de experiencia. No se inquiete pues el lector si, al terminar la lectura, se descubre a sí mismo puñal en mano increpando a quien, en la butaca, lee tan-solo-todavía. 

Ester Jordana
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