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XXX - Borrando, excluyendo, apartando, barrando.

Racismo, xenofobia y reescritura de la historia en Europa

Per Antonio Ramírez

“Al tiempo que miles de refugiados llegan a Europa para escapar de los horrores de la guerra, y muchos mueren en el camino, una tragedia distinta está sucediendo en buena parte de los Estados miembros más nuevos de la Unión Europea. Los Estados conocidos colectivamente como “Europa oriental”, incluida mi Polonia natal, han demostrado ser intolerantes, no liberales, xenófobos e incapaces de recordar el espíritu de solidaridad que les ayudó a obtener la libertad hace un cuarto de siglo”.
Con estas palabras comienza el artículo que el historiador polaco-americano Jan T. Gross publicó en el diario alemán Die Welt el pasado mes de septiembre. Un artículo que de inmediato provocó la reacción airada del gobierno polaco, hoy en manos del ultraconservador de Andrzej Duda, quien ha acusado a Gross de difamación y de violar la norma de “Justicia y Ley”, una legislación reciente muy discutida que permite castigar los delitos de opinión cuando se consideran anti-patrióticos. Por el momento, el gobierno polaco ha despojado a Gross de la “Orden del mérito” que le había sido otorgada en 1996 por sus investigaciones sobre la historia de Polonia en los años de la ocupación soviética y nazi.
De origen judío, Gross emigró a Estados Unidos en 1968 después de la represión que acabó con las protestas antiautoritarias de 1968. Profesor en Princeton, alcanzó cierta celebridad en 2001 tras la polémica desatada por su libro Vecinos (Neighbors); en el describe el episodio en el que, en julio de 1941, prácticamente la totalidad de los 1.600 judíos, incluidos mujeres y niños, del pequeño pueblo de Jedwabn fueron brutalmente masacrados. En su libro Gross demostró con profuso detalle como la matanza, si bien fue incitada por los nazis, en realidad fue perpetuada por los propios aldeanos polacos, para satisfacción de los primeros.
Conocedor en profundidad de la compleja relación entre los polacos católicos y las comunidades judías que constituían más de la tercera parte de la población polaca antes de la Segund Guerra Mundial, Gross se atreve a afirmar con fundamento que los polacos no tuvieron ninguna compasión con las principales víctimas del nazismo; más bien, durante los convulsos años de lucha contra ocupantes nazis y soviéticos, asesinaron a más judíos que alemanes o rusos.
Gross pone el dedo en la llaga cuando denuncia el ejercicio de reconstrucción de la memoria histórica con el que los gobiernos nacionalistas de Europa del Este buscan borrar las huellas del Holocausto para situar en el centro del relato el sufrimiento de sus comunidades, éticamente limpias –polacos, húngaros, ucranianos, etc.-; unas comunidades que habrían sido triplemente víctimas: primero de los nazis, después del comunismo, pero también, además, del protagonismo en la atención internacional que alcanzaron los judíos tras el descubrimiento de los campos de exterminio, al final de la guerra. Una operación de reescritura de la historia que intenta sustituir la complejidad étnica, lingüística y cultural de los pueblos de Europa Oriental antes de la guerra y eludir toda responsabilidad en la brutal limpieza étnica sobre la que se fundaron los Estado-nación actuales; para ello se vale una buena dosis de xenofobia y antisemitismo, de nuevo.
A propósito viene muy a cuento el libro del profesor de la Brown University, Omer Bartov, Borrados, crónica de su viaje por una veintena de pueblos de la Galizia Oriental, hoy Ucrania, entre 2003 y 2004, una región de la que habían huido sus padres en los años treinta. Antes de 1941 albergaba a una de las más numerosas comunidades judías de Europa. Más de la tercera parte de la población de muchas ciudades de Galizia era judía; protagonistas de la vida social y económica, agrupados en comunidades compactas y organizadas en shetls, con múltiples sinagogas y una fuerte tradición rabínica ortodoxa y jasídica, la presencia tan notoria de los judíos era una de los rasgos particulares que distinguían a la región de Galizia desde los tiempos en que fue provincia del imperio Austro-húngaro. Las tensiones entre los judíos y los habitantes polacos, rutenos o rusos, eran continuas y la región ya era tristemente célebre antes de 1941 por los frecuentes y muy violentos progroms. Pero la retirada de las tropas soviéticas y la entrada de los nazis provocaron una sucesión de masacres de una brutalidad absolutamente inédita. En pocos meses los nazis pudieron proclamar con orgullo que la mayoría de las ciudades eran judenfrei. Los judíos de Galizia fueron exterminados de manera tan metódica como salvaje: fusilados los primeros días en las propias ciudades contra los muros de las sinagogas y los cementerios, llevados a los bosques cercanos para ser arrojados en gigantescas fosas comunes, concentrados primero en guetos y luego transportados en masa al campo de exterminio de Bełżec. Una tarea que los nazis no habrían podido completar solos: los grupos de combatientes irregulares ucranianos, que antes se habían levantado contra la ocupación soviética, recibieron a los alemanes con los brazos abiertos; por convicción anti-semita y porque parecía la mejor manera de complacer a los nuevos amos, se implicaron activamente en la matanza de judíos.
Las huellas de todos estos trágicos episodios han sido borradas de manera consciente y sistemática. En su periplo, Bartov encontró poquísimas excepciones a una regla general: ningún vestigio -ni sinagogas, ni cementerios, ni las casas natales de importantes personalidades judías- ha sido preservado o está señalado, no hay ni marcas ni indicaciones que den cuenta de lo que significó ni mencionen que allí vivió una comunidad con una cultura diferente y dinámica; nada recuerda que en pocas semanas una gran parte de los vecinos fue brutalmente exterminada. Primero, en los años de posguerra, los soviéticos se esforzaron por mencionar nunca del Holocausto: en la versión oficial, las víctimas fueron siempre ciudadanos soviéticos, sin distinción alguna, y el responsable fue único, el fascismo. Después de la caída del comunismo, para los nuevos gobiernos, las verdaderas víctimas fueron los resistentes ucranianos que luchaban por una patria libre, víctimas de la NKVD tanto como de las SS. Todas las evidencias históricas que muestran la implicación de estos nuevos héroes en las masacres de judíos han sido cuidadosamente borradas.  
Si Gross pone el dedo en la llaga cuando vincula el rechazo a los inmigrantes, el racismo y la xenofobia que hoy marca la agenda de tantos países europeos con el ejercicio de reescritura de la historia que consiste en borrar las huellas del Holocausto, en la pertinaz elusión de responsabilidades, Bartov nos ofrece un ejemplo palmario de hasta donde se puede llegar con este ejercicio de ocultación y desmemoria.
El rebrote del racismo y la xenofobia y el “borrado” del Holocausto: un vínculo inquietante. Nos invita a preguntarnos hasta qué punto a sensibilidad frente al sufrimiento de las víctimas de las guerras y conflictos está fuertemente enraizada en la consciencia moral de unas generaciones que, después de que el final de la Segunda Guerra evidenció la brutalidad nazi, se mostraron decididas a no permitir que Europa volviera a vivir semejante fiebre genocida; con un firme “nunca más”, se interrogaron sobre su génesis y sobre las responsabilidades últimas y se mantuvieron alertas ante cualquier expresión de racismo o discriminación que pudiera situarnos en una senda próxima al salvajismo nazi. Pero no todos los europeos han experimentado con la misma fuerza el impacto moral que supuso el Holocausto. En los países del Este el trayecto ha sido muy diverso: primero el comunismo amortiguó su efecto, después el postcomunismo lo tergiversó. Quizás también en Europa Occidental, en particular para las nuevas generaciones, los efectos morales del impacto del Holocausto estén ya diluyéndose, y tal vez sea por ello que el racismo, la discriminación y la xenofobia puedan considerarse de nuevo actitudes “legítimas”, como 80 años atrás. Uno se pregunta si con el quiebre de estos principios fundamentales, sin compartir estos valores esenciales, tiene sentido que continuemos insistiendo en la construcción de una Europa común.
     
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